Era de noche en diciembre; la entropía en mi cerebro ha engullido la fecha exacta. Tampoco importa demasiado, ahora. Había calor, demasiado calor, demasiada humedad, demasiada ausencia de cualquier esbozo de viento; los árboles, sus hojas, sus ramas, negaban absolutamente la menor posibilidad de existencia del movimiento. Quizá en las capas superiores de la atmósfera hubiese algún mínimo rastro de clemencia térmica: pero no aquí, no en la corteza. En aquella época tenía preocupaciones, profundas, que me mantenían despierto gran parte de la noche, casi siempre hasta el amanecer; en esas noches de insomnio terrible, lo más usual era que terminase filosofando en la azotea. Tenía que subir doce pisos; vivía en la planta baja; al salir de mi apartamento, me encontraba al vigilante en la entrada del edificio. Una sencilla y honesta camarería, de ésas que nacen espontáneamente (como los gusanos del fango de Aristóteles), me unía a él. Como muchas otras veces, le saludé, y nos pusimos a hablar de cualquier tontería.
-Ea, Expedito –le saludé, con mi mejor voz de small talk- Calor bárbaro, ¿no?
-Ah, pues, ¡totalmente! –decía él. Se acomodaba el radiotransmisor, que le colgaba, quizá incómodamente, de un gancho de la solapa en su camisa azul reglamentaria- No sé cuál será la temperatura ambiental exacta en este momento, pero ha de estar alrededor de los 40-42 grados centígrados. ¡Y ni me pregunte por la humedad relativa! ¡Los clusters de vapor de agua agobian mis receptores cutáneos! –Expedito siempre hablaba así. Hombre sencillo; quién sabe cuál sería su grado de educación.
- Sí, sí; así es –tratando de no sonar condescendiente, me alejé quietamente, entrando al ascensor.
Desde lo más alto del edificio podía ver mi ciudad. Te odio, ciudad de mierda, pensé.
-¡Te odio, ciudad de mierda!-grité, con toda la fuerza de que eran capaces mis pulmones. Que no era mucha, gracias a las dos cajas diarias de cigarrillos que fumaba desde hacía dieciocho años.
-¡Yo también! –respondió una voz masculina, a lo lejos.
Estúpido, pensé.
-¡Estúpido! –grité
-¿Cómo sabes que soy estúpido? –respondió la voz
Comencé a intrigarme. La pregunta era justa. ¿Cómo sabía que el dueño de la voz era un estúpido?
-¡No tengo forma de saberlo, y probablemente no seas estúpido del todo, pero respondiste a mi exclamación cuando era bastante obvio que tal era retórica, y no esperaba ningún tipo de respuesta, menos aun considerando que iba dirigida a la ciudad, es decir, a un receptor sumamente abstracto; igualmente pudiste haber inferido que, al expresar mi odio hacia la ciudad, ésta sólo representaba un blanco aleatorio general, y que en realidad deseaba transmitir mi frustración respecto a muchas, muchísimas cosas de mi vida, de las cuales la ciudad representaba una especie de símbolo!
-¡Entiendo! –respondió enérgicamente la voz- ¡Pero tú también debes entender que formo parte de la ciudad, y si odias a la ciudad, me odias a mí, de modo que puedo sentirme ofendido y tengo el derecho de sentirme ofendido si manifiestas tu odio hacia la ciudad! ¡Y, por tanto, tengo derecho de odiarte también!
Su lógica era descomunal.
-Demonios, ¡tienes razón! –un inexorable deseo de discutir se apoderó de mí. Sentí la obligación dialéctica de mantener la exploración del asunto- ¡Pero regresamos al mismo punto: eres sólo un elemento, un pequeño elemento, dentro de todo un complejísimo sistema que abarca factores demasiado masivos como para referirse a ellos de forma individual! ¡No puedo decir, simplemente: te odio, tráfico infernal en las horas pico en presencia de nefastos conductores de buses y de carritos por puesto y de carros particulares! O, ¡te odio, inseguridad en días en los que me gustaría salir a caminar por 5 de Julio y disfrutar de las tenuemente melancólicas tardes de noviembre! O, ¡te odio, bullicio nauseabundo de música popular de mal gusto de las calles en las noches de los fines de semana! Aunque todos los días me provoca gritar: ¡te odio, perro horrible del apartamento de enfrente!
-¡Ah!, ¿también estás expuesto un perro espantoso que desearías que desapareciese de la matriz del universo? –la voz cambió notablemente de tono. Un puente se había establecido.
-¡Sí! ¡Para siempre! –respondí con muchísima fuerza; una especie de increíble alianza nacía a través de una distancia indeterminable.
-¡Es lo peor del mundo! ¡Uno no puede salir tranquilo de su apartamento sin sentir temor de que, en cualquier momento, el espantoso animal salte de cualquier esquina, de cualquier recoveco, directo a la yugular/carótida y le desangre a uno con sus colmillos implacables!
-¡Exacto! ¡Rayos, alguien me entiende! –alegría, genuina alegría por no sentirme solo en mi fobia canina, inundaba mi sistema límbico.
-¡Pues, claro que te entiendo! ¿Sabes qué? ¡Yo logré deshacerme del problema!
-¿Sí? ¿Cómo lo hiciste? –sentí mi voz repentinamente llena de expectación.
-¡Pues… no es sencillo! ¡Hice que la familia que vivía en el apartamento viajase a un universo paralelo!
Estas palabras de la Voz Incorpórea, cuando llegaron a mí, me cargaron de una incertidumbre infinita a la vez que de una irresistible curiosidad.
-A un… ¡¿a un universo paralelo?! ¡Rayos! ¡¿Cómo?!
-¡Muy sencillo! ¡Abrí un portal interdimensional!
-¿Un portal interdimensional? ¡Pero la cantidad de energía que se requiere para hacerlo es monstruosa! ¿Cómo lo lograste?
-¡Muy sencillo! ¡Con mi mascota!
-Tu… ¡¿tu qué?! ¿Mascota, dijiste? –en este instante pensé que, quizá, el insomnio crónico ya ejercía su efecto destructivo en mi psique. ¿Había escuchado bien?
-¡Sí! ¡Mi mascota! ¡Se llama Qprghklirghtso! –no tengo idea cómo, pero al instante que pronunció el, en apariencia, impronunciable nombre, supe cómo se escribía- ¡Supongo que llegó a mi casa por un evento cuántico infinitesimalmente improbable!
- ¡Casi totalmente improbable! ¡Pero no imposible! –la estadística hablaba por mí
-¡Exacto, casi absolutamente improbable, pero definitivamente no imposible! ¡Es una mascota hermosa! ¡Deberías verla!
-¿Es limpia?
.-¡Oh, sí!
-¿Da mucho trajín?
-¡Pues, trajín, lo que se dice trajín, no, realmente no! ¡El único problema es su incertidumbre esencial!
-¿Cómo así?
-¡Pues… se toma muy en serio su herencia cuántica! ¡A veces existe, a veces no; a veces su presencia es fácilmente determinable, a veces apenas es inferida!
-¡Está bien; se puede vivir con eso!
-¡Claro! ¡Se puede… y no se puede! ¿Entiendes?
-¡Hahaha! ¡Buen chiste… o no! –si en este momento hubiese estado frente al dueño de la Voz Incorpórea, seguro lo hubiese abrazado.
-¡Hahaha! ¡Tienes sentido del humor! ¡Odias a la ciudad, y probablemente a mí, pero tienes sentido del humor!
-¡No siempre! ¡Pero la mecánica cuántica hace la vida más fácil!
El diálogo siguió básicamente en la misma tónica. Finalmente conocí al dueño de la voz; en otro momento describiré el encuentro. Baste decir que, eventualmente, y luego de compartir historias de innumerables experiencias caninas traumáticas, logré tener en mis manos al mencionado Qprghklirghtso. Difícil transmitir en estos diodos/pantalla de plasma la sensación que generaba el contacto con tal criatura. Y digo contacto por decir algo tenuemente comprensible. Lo más próximo a lo que podría llegar a constituir una descripción medianamente cercana sería esto: imagínese una esponja esférica, tornasolada, de cerca de treinta centímetros de diámetro; de la superficie de la esfera parten miles, cientos de miles, quizá millones, de delgadísimas cerdas, muy suaves, y sin embargo inflexibles; las cerdas parecen moverse, aunque en realidad es el efecto provocado por su presencia intermitente. Se trata, en suma, de un ser que ha llevado la incertidumbre cuántica y la existencia en universos múltiples, en infinitas realidades potenciales, a un estado macroscópico extremo; una criatura que se encuentra perpetuamente en este universo y en muchos otros, simultáneamente en distintas posibles existencias; de hecho, la forma esférica que adquiere ante el risiblemente pobre ojo humano es el efecto óptico causado por la infinitud de formas que es capaz de adoptar en un instante determinado, en muchos universos distintos y superpuestos. Una característica peculiar (peculiar incluso para una entidad como ésta), es que, bajo determinados estímulos (principalmente sonoros), la criatura emite una sustancia viscosa, adherente, de naturaleza indeterminable; dicha sustancia establece entonces un vínculo indisoluble con los objetos del universo en el cual se encuentre mayoritariamente en ese instante: y, así, cuando la totalidad de la estructura del Qprghklirghtso salta hacia el siguiente universo, el objeto al que está unido a través de la sustancia (llamémosla gelatina de Everett), el objeto al que se encuentre unido en ese momento saltará con la criatura al siguiente universo. Una vez en el siguiente universo, no obstante, el efecto adhesivo de la gelatina desaparece; la criatura sigue saltando de universo en universo, pero el objeto arrastrado permanecerá aislado en el universo posterior a aquel en el cual ocurrió originalmente la adhesión. El plan surgió en mi mente de forma casi automática: todo era muy claro; todo parecía muy fácil. Al fin podría deshacerme del horrendo animal sin, esencialmente, causarle daño alguno. No había forma de fallar; sólo debía estar lo suficientemente cerca del perro, provocarlo un poco, lo suficiente para que ladrase como siempre lo hacía, tener cerca al Qprghklirghtso de modo que el ruido lo estimulase, secretase la asombrosa sustancia, entrase en contacto con el animal, y ¡listo! A partir de entonces, podría afrontar todo un nuevo mundo de posibilidades, sin horribles canes que perturbasen mi deambular por el ámbito del edificio. Odiaría a la ciudad por muchísimas cosas: pero no por el perro detestable de los vecinos de enfrente. El plan era infalible. En mi mente disfrutaba prematuramente de un futuro e inevitable éxito rotundo. Pero, para bien o para mal, soy humano: puedo pecar de ingenuo, como todos los demás mortales. No conté con mi propia estupidez
Desperté emocionado en la mañana; miré al lago; el suave y perpetuo zumbido de las embarcaciones enmarcaba la salida del sol. Eran las seis y media. Debía apurarme; en unos minutos, sacarían al perro a su paseo matutino usual. Fui al baño, me lavé la cara como pude; tomé al Qprghklirghtso (que había colocado la noche anterior dentro de una caja llena de papeles inservibles que nunca iba a extrañar, como me había indicado la Voz Incorpórea la noche anterior) y me dispuse a salir a la entrada de mi apartamento, pensando que al perro aún no lo habían llevado a pasear. Seis y treinta y cuatro, vi en el reloj; no escuchaba los murmullos típicos de los vecinos. Quizá hoy han despertado un poco más tarde, pensé. Seis y treinta y cinco. Seis y treinta y seis. Hmmm… extraño. Decidí bajar al estacionamiento. Ahí, incluso, la operación resultaría más fácil: esperaría escondido detrás de alguno de los carros en las ruedas de los cuales el estúpido animal siempre orina y lo sorprenderé con esta creación maravillosa del incomprensible universo. Mi plan original involucraba el pasillo de la entrada, mucho más estrecho y, por tanto, incómodo para maniobrar. El pobre animal no tendrá idea de lo que le habrá ocurrido, cuando se encuentre en quién sabe qué bizarra versión distinta del universo. Quizá lo reciban gigantes inclementes que lo desmaterialicen con la mirada; quizá viaje a un universo gélido, en el cual se congele instantáneamente. Quizá quede flotando perpetuamente en el vacío. Las posibilidades eran infinitas; infinitamente emocionantes. Para mí, claro. Habiendo llegado ya al estacionamiento, pensando en estas idioteces, disfrutando de antemano, neciamente, del terrible destino del pobre can, no me percaté de la presencia del vecino, el dueño del perro, sino hasta un buen rato después. Imagino que en mi rostro debió notarse un asombro sobrenatural: el vecino me miró extrañado, y probablemente iba a preguntar algo, cuando de pronto sentí el hocico gélido del animal en mi nuca (yo me había acuclillado cerca del maletero de una camioneta, justo al lado del jardincito en el que el animal hacía frecuentemente sus necesidades); volteé rápidamente y quedé frente a frente con los inclementes colmillos. Presa de un pánico portentoso, pero sin soltar al Qprghklirghtso, y sin darle tiempo al perro de ladrar primero (cosa que he debido hacer), emití el grito de terror más escandaloso que he emitido en toda mi vida.
Todo pasó muy rápidamente, luego del grito. Sentí al Qprghklirghtso agitarse violentamente; su temperatura aumentó; inmediatamente, sentí una sustancia viscosa, fría, muy fría, en mi rostro. Y luego, el mundo conocido, mi mundo, desapareció.
No sé dónde estoy ahora. No tengo idea de qué universo es éste. No hay formas discernibles; hay luces, miles de colores, sonidos que rebotan por doquier; hay rayos de calor que parecen atravesarme: pero no puedo distinguir bien las formas de los objetos a mi alrededor. Supongo que en este universo mi sistema nervioso es incapaz de funcionar bien. Tampoco existe nada que me pueda servir de ancla respecto a la experiencia usual en mi universo de origen. Extraño mi mundo. Extraño mi familia, mis amigos. Y, aunque Qprghklirghtso me visita de vez en cuando. sus visitas son dolorosamente fugaces. Quizá, eventualmente, logre atraparlo el tiempo suficiente para que me lleve a otro universo. Aun tengo la esperanza de regresar. Mientras tanto, sigo corriendo, quién sabe hacia dónde, tratando de escapar del estúpido perro que me traje accidentalmente.